martes, 18 de enero de 2011

Geografía de la Población

La Red Hidrográfica Penínsular. (II.2).





La red hidrográfica peninsular presenta una oposición entre los numerosos ríos, cortos y de fuerte pendiente que descienden desde los macizos montañosos y las cordilleras periféricas y algunos grandes ríos: el Tajo, el Ebro, el Duero ... que drenan la mayor parte de las tierras interiores.


Ríos de la vertiente cantábrica
Son ríos cortos. Salvan un gran desnivel entre su nacimiento y su desembocadura y tienen por ello una gran capacidad erosiva. Además de numerosos, son ríos caudalosos que mantienen un caudal constante gracias a la abundancia y constancia de la lluvia a lo largo de todo el año.

Ríos de la vertiente atlántica
Son ríos largos y de régimen irregular, con un acusado estiaje durante los veranos y una reducción de su caudal en los inviernos por la retención nival y las situaciones de tiempo, dominadas por las altas presiones en la Meseta. Las lluvias de primavera y otoño dan lugar a crecidas.

El Tajo es el más largo de los ríos peninsulares (1.007 Km.). Tiene sus fuentes en el Sistema
Ibérico, atraviesa toda la Meseta y desemboca en el amplio estuario del Mar del la Paja. Su
cuenca no es muy extensa y la mayor parte de sus afluentes, que descienden del Sistema
Central, tienen caudales muy bajos. En la frontera con Portugal el caudal medio del Tajo es
de 124 m3 /seg.


El Duero (895 Km.) nace en la Sierra de la Demanda y recorre, paralelo al Tajo la Meseta Norte.
Recibe su caudal de importantes ríos que se originan en la Cordillera Cantábrica (Esla y Pisuerga). Desemboca en Oporto donde su caudal es de 650 m3/seg

El Guadiana (778 Km.) es también paralelo al Tajo.
Nace en una región de lluvias escasas y pierde una parte de sus aguas por infiltración.
 Su caudal aumenta en Extremadura después de atravesar los Montes de Toledo.
Su curso bajo toma la dirección norte-sur y no tiene
afluentes importantes.
Cuando entra en Portugal lleva 79 m3/seg.

El Guadalquivir (657 Km.) drena la mayor parte de la Andalucía interior. Su principal
afluente, el Genil, le aporta las aguas de Sierra Nevada. En Sevilla el caudal medio del
Guadalquivir es de 185 m3/seg.

El Miño (310 Km.) drena, con su afluente el Sil una gran parte de la región gallega. Su caudal
medio es de 242 m3/seg.
MAPA DEL EXÁMEN DE PAU
Ríos de la vertiente mediterránea
La mayor parte de los ríos de la vertiente mediterránea son cortos porque descienden de montañas próximas a la costa. Es el caso de los ríos de Cataluña (Llobregat) o de Andalucía oriental.
En el levante, el Segura (60 m3/seg.) y sobre todo el Júcar (498 Km.) son ríos importantes.
El gran río que desemboca en el Mediterráneo es el Ebro.
Presentan importantes estiajes, sobre todo en verano.
Siendo cortos, excepto el Ebro, tienen una gran capacidad erosiva especialmente en ocasión de las crecidas que tienen lugar en otoño debido a lluvias torrenciales.


El Ebro (920 Km.) nace cerca de la costa cantábrica pero a diferencia del Tajo y del Duero
toma dirección sudeste.
Sus afluentes procedentes de los Pirineos son numerosos y abundantes (Aragón, Gállego y Cinca) y el caudal medio del Ebro llega a 614 m3/seg cuando desemboca al Mediterráneo en Tortosa


Cualquiera que sea su longitud, los ríos de la Península Ibérica son muy irregulares y sus caudales medios registran grandes variaciones según las estaciones y según los años.
Si no son ríos que nacen en las montañas más elevadas y cuyas aguas se alimentan en primavera, e incluso a comienzos del verano, de la fusión de la nieve, su régimen fluvial se corresponde con la distribución anual de las lluvias.
La aridez y la evaporación estivales se traducen en un estiaje muy acusado en verano. El estiaje afecta incluso a los grandes ríos en períodos de aridez excepcionales.
Por el contrario, las abundantes lluvias del otoño y del invierno producen crecidas, sobre todo en los ríos cuyo curso sigue una pendiente muy fuerte sobre terrenos impermeables. Estas crecidas se agravan por la deforestación, causa de una intensa erosión de los suelos.

En la zona mediterránea, las intensas lluvias del otoño provocan inundaciones que pueden ser catastróficas Generalmente las regiones más áridas son las más amenazadas. Sobre terrenos secos y sin vegetación, las grandes tormentas producen una enorme crecida de las aguas y pequeños arroyos dan lugar a considerables destrucciones en las infraestructuras, en las ciudades y en los campos.

Todos los ríos de la Península Ibérica conocen crecidas espectaculares. En los tramos donde sus cauces discurren encajados, las aguas pueden llegar a subir hasta 20 m. (en el Douro portugués) o inundar grandes superficies en las llanuras aluviales.

Por sus acusados estiajes y por sus grandes crecidas, los ríos peninsulares no son navegables. Sólo algunos tramos permiten la navegación y han sido vías para el tráfico de ciertos productos (aceite y trigo, por el Guadalquivir entre Córdoba y Sevilla o de madera por el Ebro hasta Tortosa).
Este tráfico ha desaparecido, salvo en los estuarios alcanzados por la marea, que es el caso del puerto de Sevilla.
A pesar de su irregularidad los ríos de la Península Ibérica han sido aprovechados para la producción hidroeléctrica y para los regadíos. En un país sin lagos, los embalses, más de quinientos, constituyen en muchos casos grandes superficies de aguas interiores que transforman los paisajes naturales y amplían
las tierras de regadío. La energía hidráulica, la mayor parte de la cual se obtiene en los ríos de la mitad norte de la Península, de más caudal y con cursos de fuertes desniveles, creció en España de forma sostenida desde 1940 hasta 1970.
Depende mucho de las lluvias de cada año y aunque es una energía renovable y limpia, plantea conflictos con otros usos del agua (riego de las tierras y consumo urbano) y no puede competir con la energía térmica.
Aunque la producción de electricidad ha aumentado en España debido sobre todo a la de origen térmico y nuclear, las centrales hidroeléctricas, lejos por lo general de los grandes centros de consumo, cubren la tercera parte de la demanda.
Las presas han conseguido aumentar las tierras dedicadas a cultivos de regadío de mayor demanda y productividad. Se ha expandido el cultivo de frutas, hortalizas, plantas industriales; y el aumento de plantas forrajeras permite el crecimiento de la ganadería. La expansión de las superficies agrícolas regadas se ha producido en las cuencas de los grandes ríos y en virtud de trasvases de una cuenca a otra.
Las tierras de regadío representan el 16 por 100 de la superficie agraria total.

Pero esta agricultura es muy dependiente del uso de pesticidas y de abonos químicos por lo que es una actividad cada vez más contaminante y su impacto ambiental sobre los sistemas hidrológicos y, por tanto, sobre los ríos es cada vez mayor.
El regadío se sustenta además en la explotación de aguas subterráneas mediante la perforación de pozos que altera los caudales de los cursos fluviales y deseca lagunas y humedales.

Los ríos reciben además gran cantidad de vertidos industriales sin depurar que en grandes cantidades impiden que se produzca la purificación natural del agua. La contaminación urbana deriva en la existencia en el agua de virus y bacterias y de nitratos y fosfatos contenidos en los detergentes. La contaminación rural tiene también su origen en la limpieza de granjas, establos y cuadras.

martes, 4 de enero de 2011

Evolución histórica y territorial de la Península Ibérica des­de su Prehistoria hasta finales de la Edad Media.


Los primeros habitantes de la Península pertenecen a una segunda oleada de la humanidad (mucho más evolucionada) y se suponen procedentes de la zona ecuatorial y del lejano oriente.
En el Mesolítico se produjo una paulatina diferen­ciación de los habitantes de la península en áreas geográficas homogéneas (momento del arte rupestre levantino). La llegada de las innovaciones neolíticas pueden datarse a comienzos del tercer milenio.

Las culturas del Hierro se localizan en el primer milenio. La penetración celta se hizo a través de los Pirineos, proceden­tes de la zona del Danubio ocuparon la Península hasta el Tajo y el Júcar, difundieron  la metalurgia del Hierro y se fundieron con los in­dígenas a los que se impusieron como casta guerrera. Su carácter integrador se aprecia en los procesos de aculturación y mestizaje con los pueblos indígenas.

Se produjeron sucesivas oleadas inmigratorias celtas (desde el 900 a.C. hasta el 570 a.C.) El apogeo de la civilización celta se sitúa entre el siglo VI y II a.C. Parece probado su intento de apoderarse de la toda la Península mediante un proceso de mestizaje y aculturación lo que les llevó a una progresiva integración con las culturas ibéricas. Poseían una firme organización política, social y militar. Su lengua debió desplazar a las indígenas mucho más primitivas. Cultivadores del trigo a gran escala. Su aportación más novedosa la utilización de metales. En el siglo V el mosaico étnico peninsular se encontró unificado por la cultura celta (pura en el noroeste y con un mestizaje biológico y una simbiosis cultural cuanto más se avanza hacia el sur y este).
La cultura Ibérica se encontró plenamente formada en torno al siglo V a. d. C. y se localizó principalmente en el litoral mediterráneo desde Cataluña hasta Andalucía. De Iberos y Celtas sólo sabemos que sus lenguas y su actitud  ante la vida eran distintas. Entre los iberos y celtas y los futuros hispánicos median, al menos, 1000 años.

Iberia (denominación griega) y sus habitantes entraron en la Historia a través de las colonizaciones griegas y fenicias. El inicio de las colonizaciones fenicias pueden datarse al comenzar el primer milenio (la fundación de Cádiz se produjo alrede­dor del 1.100 a de JC.). Las colonizaciones griegas[1], aunque iniciadas en las mismas fechas, fueron especialmente significati­vas en el siglo VI a. de C. (cuando los helenos se dirigieron a la Península desde el Asia Menor o desde sus colonias de Italia, Magna Grecia y Provenza).

Necesitados de suministro metalífero para su comercio, griegos y fenicios encontraron en la Península Ibérica un verdadero tesoro de cobre, estaño, oro y sobre todo plata (...) Desde el siglo XII a.C. y IX a C. se producen una serie de fundaciones fenicias en las costas europeas y africanas hasta llegar a las extremo occidentales, donde la más importante fundación fue Cádiz. Se trazaron rutas marítimas con un eminente sentido comercial, proveyendo de metales a los grandes imperios militaristas que eran sus principales clientes. Cádiz (Gadir) fue la más importante fundación fenicia en el Mediterráneo Occidental, cercana a las ricas minas auríferas, argentíferas y cupríferas, en una auténtica encrucijada comercial. El comercio de la plata, sobre todo, alcanzó una importancia inusitada enriqueciendo tanto a los comerciantes de Tiro como a sus corresponsales de Gadir y los intermediarios indígenas para el comercio interior que se extendía a las zonas actuales del Extremo Duero conectando con las rutas marítimas y terrestres del estaño.
Con el eje de Cádiz el comercio fenicio se relacionó con Tartessos “puerta de entrada que dio paso al influjo oriental en España y preparó la mentalidad comercial en las proximidades del Estrecho de Gibraltar, así como a las regiones del extremo duriense. Toda esta zona, conectada comercial y financieramente con el Mediterráneo, origina una fecunda mentalidad -entendida ésta como una actitud psicológica que origina reacciones colectivas equivalentes y semejantes- hasta constituirse en una identidad.”[2]

Los cartagineses y romanos descubrieron el valor político de Hispania (denominación romana). La colonización cartaginesa fue la continuadora de las colonizaciones fenicias, Roma continuó la obra colonizadora de Grecia. (en el 535 a. C. se produjo la defini­tiva delimitación de zonas de influencias entre éstas corrientes colonizadoras).

El tratado firmado entre Cartago y Roma reconocía a la primera el monopolio comercial en el Mediterráneo occidental, a cambio Cartago se comprometió a no hostigar a los aliados de los romanos siempre que éstos no traspasasen la línea del Cabo de Palos en la Península Ibérica.
En el siglo III a.C. se volvieron a cuestionar las áreas de influencia de Romana y Cartago en el Mediterráneo occidental.  Consecuencia del enfrentamiento entre ambas (segunda guerra púnica) la península Ibérica adquirió, por primera vez, una relevancia geoestratégica de primer orden. Los romanos, vencedores en la disputa, incorporaron a Hispania de forma definitiva a la estructura de su imperialismo expansivo. En la España prerromana la población se encontraba cantonalizada y fuertemente marcada por las influencias orientales mediterráneas y las culturas de raíz indoeuropea. La península Ibérica presentaba rasgos primitivos salvo en aquellas zonas en las que la influencia cultural y económica de los extranjeros había sido más intensa (zona andaluza y mediterrá­nea).

La incorporación de la península a Roma, a pesar de la diversidad y cantonalismo de su población, provocó reacciones violentas en ella y se produjo una cierta uniformidad expresada en la común voluntad de independencia en relación al poder exterior, ante sus novedades y expropiaciones. impuestas por los extranjeros; los habitantes peninsulares vivían entre sí como extranjeros pero la respuesta ante lo que consideraron agresión exterior les dio una cierta conciencia de sí mismos y les hizo solidarios; en su proceder no existen motivaciones, como en algún momento se ha planteado, de defensa de un ideal patriótico.
Los indígenas iniciaron una resistencia general en todo el ámbito peninsular, sus pueblos, pese a sus profundas divergencias políticas y culturales reaccionaron unánimemente ante la conquista de sus tierras, castros y aldeas. La conquista de la Meseta fue mucho más difícil y costosa que la de la región mediterránea, donde la antigua tradición de intercambio comercial con pueblos extranjeros había creado en los indígenas un hábito de convivencia. En la zona costera los que se había producido en realidad era la lucha de dos grandes potencias que buscaban el monopolio comercial y la explotación de la riqueza minera y agraria.[3]
Roma fue creando progresivamente un marco que posibilitó una relativa unidad política, económica y cultural de Hispania y de sus habitantes.

 

 

Romanización:


La agregación de Hispania a Roma fue más rápida y fácil en Andalucía y Levante (regiones de más fácil acceso y habituadas a las influencias ex­teriores); en una segunda etapa se inició la incorporación de la Me­seta (Numancia 133 a.C.) y hacia finales de la primera centuria se so­metieron relativamente cántabros y astures.

Tras esta incorporación se produjo un entronque de la economía hispánica en el intenso comercio del Mediterráneo (metales, vinos, cerea­les, aceites...). Roma financió importan­tes redes de obras públicas en suelo peninsular. Las tierras más ricas pertenecieron al empera­dor o a las oligarquías municipales (tanto unas como otras fueron explotadas con mano de obra esclava).

El terreno conquistado era propiedad del Estado aunque sólo en parte fue administrado de forma directa por Roma; el resto se repartió entre las aristocracias locales en calidad de posesores y actuaron como intermediarios entre las depauperadas masas in­dígenas y la potencia conquistadora. Se originó en Hispania un latifundismo agrario de base esclavista (fundamentado en la existencia de obreros a jornal que sufrían un sistemático paro estacional) cuyo beneficio recayó sobre los primitivos jefes tribales peninsula­res y los funcionarios romanos agentes de la romaniza­ción.

En la Hipania Romana la ciudad terminó imponiéndose al campo y el litoral a la zona cen­tro peninsular. Las ciudades ejercieron su influencia sobre un determinado territorio y esto originó un cierto provincialismo.
El sistema de explotación económica impuesto por Roma se centró en las ciudades en cuanto núcleos de mercado, de actividad productiva, de  administración y de recaudación de impuesto. Estas ciudades estuvieron en manos de las oligarquías municipales que obtenían su riqueza de la explotación de minas, de la agricultura y del comercio.

Esta clase social privilegiada, fundamentalmente urbana, se sometió a la administración romana, asumió la cultura del Imperio que le servía de fundamento a su situación de poder y le otorgaba el control de una sociedad hispánica de tipo colonial y que ponía en sus manos las principales fuentes de riqueza del país (explotaciones agrícolas, mineras, termales, etc.).

La gran mayoría de la población peninsular (en torno a los seis millones de habitantes)  fue propensa al  rechazo de un sistema jurídico que les sometía a sus señores (bien como esclavos o como colonos). La mayor par­te de la población campesina era indígena y estuvo obligada al pago de impuestos.

El proceso de latinización fue muy lento y diverso[4],  (paulatinamente produjo la desaparición de las lenguas indígenas, sólo sub­sistió el vasco). Exceptuando en el sur y levante,  más romanizados, pervivieron en la península durante lar­go tiempo las creencias indígenas. El Derecho Romano y el latín pronto fueron adulterados por los campesinos en formas propias regionalmente diferenciadas. El uso del latín (en cuanto vehículo de comunicación cultural entre los pueblos indígenas), la asimilación del derecho romano y la organización de la vida municipal  hicieron posible la recreación de una nueva sociedad: la hispana, la de los hispanos. Esta sociedad hispanorromana pervivió en muchos aspectos esenciales  en la sociedad hispanogoda.

El proceso romanizador fue lento y presentó distinta intensidad según las regiones peninsulares.
La romanización fue un fenómeno complejo, no tuvo un carácter uniforme, se diferenció claramente del proceso de conquista mili­tar, fue más intensa en las ciudades[5] y no produjo una uniformiza­ción de la península ni tampoco originó su unidad. A través de ésta, Roma impuso en Hispania su super­estructura político-administrativa e implantó en ella una nueva estructu­ración social y la integró, en beneficio propio,  en el sistema económico del Mediterráneo. A través de la organización administrativa, la red de ciudades y el sistema de vías de comunicación, Roma creó en la Península una importante estructura de integración.

La romanización supuso la conversión de Hispania en provincia romana y de sus habitantes libres en ciudadanos romanos. Fue la primera unidad territorial que dio origen al nacimiento de una España sin fronteras, excepto las administrativas que no suponen división política, ni de identidad cultural ni de mentalidad colectiva. Roma dio a Hispania, sobre todo, una estructura política que poco a poco borró la heterogeneidad tribal para homogeneizar el conjunto. Ello dio origen a una idea política unitaria, los derechos ciudadanos crearon una situación de unidad de derechos. La imagen historiográfica de una Península Ibérica unificada penetró en las mentalidades de las generaciones hispanorromanas.
Además Roma estableció en Hispania un sistema de urbanización y creo una red de ciudades enlazadas en la práctica administrativa y en una política social integradora. En su creación se conjugaron la promoción económica de áreas de interés, razones estratégicas y preventivas.
La red de vías de comunicación, propósito nada fácil, sirvió de nexo de unión de todo el conjunto peninsular y de éste con Roma (primero con propósitos militares, después económicos y finalmente políticos).[6]

La verdadera marcha hacia una personalización histórica de Hispania se produjo a partir de las crisis del siglo III[7]. La destrucción y saqueo de las principales ciudades plantearon la necesidad de rehacer el esquema que había estado vigente hasta entonces. Fue surgiendo progresivamente un nuevo tipo de sociedad  que, aunque también estuvo sujeta a los más poderosos, ahora lo era a través de víncu­los de servidumbre jurídica y personal.

La sucesiva difusión del cristianismo resultó ser un importante elemento de cohesión entre los habitantes de Hispania. Las primeras comunidades cristianas se desarrollaron en los núcleos urbanos más importantes y romanizados. Su doctrina constituyó un verdadero revulsivo social (rechazar el culto al emperador, exaltar la pobreza, no establecer distinciones entre las personas atendiendo a su personal es­tatuto jurídico, combatir la esclavitud).

Hasta el 313 d.  C. el cristianismo no fue un ele­mento aglutinador de los habitantes de Hispania hacia Roma (aunque habitualmente así se le haya presentado) pues éste significaba un sentimiento hostil frente a ésta y era, a la vez, un elemento de disidencia que aunaba a los desheredados frente al sistema.

A partir de Constantino (Edicto de Milán), la Iglesia cola­boró estrechamente con el poder político. Los Obispos, grandes latifundistas, formaron parte de las oligarquías municipales. A partir del siglo IV la Iglesia se convirtió en el reducto de autoridad y universalismo que había impuesto Roma y el Imperio sobrevivió a sí mismo en Hispania por este motivo.

El cristianismo, introducido con el latín y apoyado en la cultura hispanorromana, completó la obra de romanización y dio unidad religiosa a Hispania. Desde el siglo IV la Iglesia unida al imperio se convirtió en el núcleo más importante de la idea de autoridad y doctrina.

 

GERMANIZACION:


A comienzo del siglo V se produjo en la Península Ibérica a través de los Pirineos una invasión de pueblos germánicos (ruta tradicional de aportaciones europeas a suelo peninsular).

Estas invasiones consolidaron la quiebra de la organización urbana ya decadente y aceleraron la progresiva ruralización, el debilitamiento de la economía monetaria y el cese de las actividades comercia­les. Quedó extinta la clase urbana vertebradora de la Hispa­nia romana y ésta cayó bajo la dependencia de nobles visigo­dos o señores hispanos. Pervivió en el campo la esclavitud y el colonato -de herencia hispanorromana- y se extendieron los lazos de dependencia personal -propios de la mentalidad germánica-.

Inicialmente se produjo en la sociedad peninsular un dualismo entre los menos de 100.000 visigodos llegados y los tres o cuatro millones de hispanos roma­nizados asentados principalmente en su periferia oriental y meridional peninsu­lar (quedando estas regiones por un tiempo bajo tutela del Imperio Romano de Orien­te y vinculadas a la cultura y economía mediterráneas). Fueron numerosos los intentos realizados por la aristocracia visigoda para fundir las dos étnias en una sola clase de hacendados territoriales.

Las pretensiones unificadoras sobre la zona bizantina alcanzaron su máxima expresión a mediados del siglo VI  (siendo promovidas por Leovigildo ocasionaron la muerte de Hermenegildo, símbolo de una fe, de una cultura y de un espíritu. El intento trajo como consecuencia el cambio del dogma visigodo (589) y que las familias de la Corte y la de los visigodos que se encontraban extendidos por todo el país se convirtieran en una cerrada oligarquía que de­tentó los cargos importantes de la Administración del Estado Visigodo y el poder supremo de su ejército.

A pesar de esto, los hispanorromanos fueron los que sacaron adelante el país, impulsaron la legislación (Liber Iudiciorum: intento de lograr la supervivencia de la tradición romana y de establecer un nexo entre lo hispano y la oligarquía goda), la espiritualidad y el relativo auge económico de la monarquía visigoda del siglo VII.

Los hispanos se convirtieron, también, en impulsores de una idea unitaria del Estado que perduraría después del el siglo VIII. Contaron para este empeño con el apoyo de la Iglesia (el carácter confesional católico del Estado le proporcionó un sentido unitario, la mediación -ejercida por la Iglesia a través de la obra legislativa de los Concilios- entre monarca y súbditos afianzó tal sentido), como contrapartida ésta perdió su autonomía frente al poder político y le condujo hacia posturas conformistas.

España era en principio un territorio, la Hispania de los romanos, identificada con la península Ibérica. Al-Andalus para los musulmanes, Befarad para los judíos, se la denominaba con frecuencia "la piel de toro".

(...) El primer paso en orden al establecimiento de una correspondencia entre el territorio y un poder político concreto y autónomo se dio con los visigodos y su reino de Toledo. Por si fuera poco la conversión de Recaredo al catolicismo añadió el ingrediente que faltaba para poner las bases del "nacional/catolicismo". VALDEON BARUQUE, Julio. Crónica de España XLVII).

La monarquía visigoda, a pesar de todo, continuó llena de contradicciones econó­micas, sociales, étnicas, y religiosas. El Estado hispanovisigodo tenía a comienzos del siglo VIII  escasas fuerzas y confusos propósitos y  la sociedad visigoda presentaba una estruc­tura política e institucional frágil. En el 711 la oligarquía visigoda capituló ante la invasión musulmana. Lo que pervivió de la Administración visigoda, tras la caída de su Estado, buscó refugio en el norte peninsular y la población visigoda que habitaba Castilla a lo largo de un si­glo se trasladó a Galicia donde quedó extinguida.

 

Islamización e incorporación al mundo musulmán:


En su proceso expansivo el Islam había llegado al norte de Africa. Aprovechando la inestabilidad derivada del carácter electivo de la monarquía visigoda, los musulmanes intervinieron en los asuntos peninsulares y ello significó la quiebra de la continuidad política del Estado visigodo y el hundimiento de su entramado económico, jurídico y espiri­tual. Para un gran número de los habitantes peninsulares les resultaba tan extraña una Hispania visigoda como podía serlo una musulmana. La nueva situación resucitó tendencias cantonalistas y algunas ciudades y caudillos aceptaron el régimen de autonomía local que el protectorado musulmán les otorgó. 

Los conquistadores, en principio, no intentaron modificar ninguna de las estructuras mentales encontradas, aunque sí procuraron hacerse con el mayor lote posible de las tierras confiscadas del dominio público visigodo y de las gran­des propiedades particulares ausentes. Este afán inicial originó que entre los mismos conquistadores se produjeran serios enfrentamientos y éstos perduraron hasta Abderraman I.[8]

En la península islamizada la clase dirigente (con peso político, administrativo y económico) estuvo integrada por elementos conquistadores; en ella una gran mayoría de los campesinos de las tierras conquistadas por los musulmanes (al sur del Duero y de los Pirineos) se convirtieron a la nueva religión haciendo posible que a mediados del siglo X la Penín­sula presentara una mayoría musulmana (que no mayoría ára­be).
En las zonas islamizadas fue significativo, también, el mozarabismo (integrado por burgueses y artesanos de las ciu­dades que se resistieron a ser asimilados por la nueva religión y, aún viviendo en territorio musulmán, mantuvieron una sinto­nía cultural con los núcleos no islamizados del norte (constituyendo un sustrato importante de la sociedad del Emirato). Estos mozárabes emigraron en masa hacia el norte buscando la protección del avance repoblador (especialmente intenso a finales del IX en el valle del Duero).[9]

En los inicios del siglo X el Islam peninsular, con el Califato de Córdoba, llegó a su cenit político, económico y cultural y se constituyó como un régi­men unitario (en lo económico, militar y político) que lo hizo ser en ese momento el Es­tado más poderoso de Europa  a pesar de serle extraño a ésta.
A partir del siglo XI  se inició la fragmentación y decadencia del Islam peninsular, a pesar de los sucesivos intentos realizados para conseguir de nuevo su reunificación.
La invasión musulmana, desde el principio, produjo una dualidad peninsular: las zonas  refractarias a la conquista frente a las que progresivamente se fueron incorporando a las nuevas estructuras a través de su islamización.

Las refractarias se concentraron en dos núcleos diferenciados:

*.- El constituido por los centros irreductibles de pas­tores del norte cántabro[10] y en los que se originó una simbiosis entre los deseos de independencia de sus habitantes frente a la invasión (sus incursiones desde las montañas constituyeron una continua ame­naza para las ciudades, las cosechas, las comunicaciones y las retaguardias de los ejérci­tos islámicos) y los sentimientos de independencia de los administradores y eclesiásticos visigo­dos refugiados en estos lugares ante el progresivo avance musulmán.

*.- Otro núcleo oriental bajo, inicialmente bajo tutela de los francos, que dio origen al particula­rismo navarro (con monarquía propia desde el siglo IX) y al establecimiento de los condados catalanes en los que se produjo la convivencia de la población indígena con los nobles francos, los visigodos exiliados y los hispánicos emigrados.
En estos condados se ex­pansionó el naciente feudalismo y surgió una sociedad claramente dife­renciada de la de los territorios islamizados o la de los montañeses cántabros.

La “Reconquista” que se inició en el Reino de Asturias, único núcleo cristiano durante el siglo VIII, tuvo inicial­mente progresos muy moderados. Los territorios “reconquistados” fueron ocasionados más por los enfrentamientos habidos entre árabes y berberiscos (éstos últimos tuvieron que abandonar las tierras del Duero) que por el empuje “reconquistador” del núcleo cántabro. Su vida económica era pobre y aislada, de base agraria apenas tenía comercio y sus ciudades presentaban una marcada decadencia (en contraste con el creciente desarro­llo económico de la coetánea España musulmana).

En el Siglo IX aparecieron nuevos núcleos de “reconquista”:  en el foco oriental, Navarra, Aragón y los Condados catala­nes (independizados del Imperio de Carlomagno y  fuera de la Marca Hispánica).

El Reino de Asturias se extendió hasta el  Duero. Su capitalidad se trasladó a a León y pasó a denominarse, desde ese momento, Reino astur-leonés. Los territorios recién reconquistados se repoblaron en gran medida con los mozárabes emigrados y con habitantes del mismo reino cristiano que descendieron desde las zonas montañosas del norte.[11]

La llegada de los mozárabes a los territorios cristianos del norte, (por su superioridad técnica y cultural), originó una profunda transformación su sociedad, propiciando la evolución desde una colectividad cántabra de guerreros y pas­tores hacia una comunidad expansiva personalizada en la monarquía leonesa). Los mozárabes emigrados fueron también los inspiradores de un legitimismo  “reconquistador” y de un principio monárquico de carácter unitario sobre los terri­torios “reconquistados”.

El siglo X supuso la paralización del avance reconquista­dor motivada, por un lado, por la fortaleza y el poderío del Califato de Córdoba, por el otro, por las discor­dias dinásticas internas del reino astur-leonés (lo que supuso un debilitamiento e hizo posible que se independizara de él el Condado de Castilla) y por la fragmentación de la zona oriental (cinco núcleos cristianos de reconquista) frente a la unidad de la España islámica del momento.[12]

Se inició la progresiva ocupa­ción de las zonas frontera escasamente pobladas y que ofrecían tierras más llanas y productivas que las situadas al norte. La concesión de pequeñas parcelas en régimen de cultivo directo permitió la transformación de estas franjas recién reconquistadas militarmente pero que permanecían desiertas y que estaban expuestas a sufrir incursiones del enemigo. Estas áreas fronterizas ya repobladas podían ser defendidas por sus pobladores y éstos adquirieron las características propias de los hombres de frontera cuya supervivencia depende casi exclusivamente de su esfuerzo.

En el valle del Duero el sistema de reparto de tierras se fundamentó en la posesión real, por conquista, de las mismas y que, por tanto, podía distribuirlas como estimase más oportuno. La ocupación se hacía por concesión real en pago de servicios militares prestados, en propiedad o en usufructo. En las tierras de baldíos se consumó el derecho de ocupación mediante un refrendo legal posterior.

Debido a la existencia de pequeños propietarios aparecieron numerosas aldeas libres con entidad jurídica propia y en las que predominó el régimen de mediana pro­piedad característico de la Submeseta Norte.
La repoblación del Duero dio lugar a un proceso de democratización de la zona fronteriza al otorgar los monar­cas amplios privilegios a cuantos acudían a poblar las ciu­dades y villas fortificadas de antigua o reciente creación;  surgió así el espíritu castellano (en principio con actitud tran­sigente frente a la diversidad étnica y cultural de moros, judíos y cristianos).

También se empleó un sistema de repoblación eclesiástica a tra­vés de monasterios con patrimonio territorial propio.

En Aragón, a partir del siglo X, se realizaron concesiones a nobles con jurisdicción territorial. En los Condados Catalanes se hizo una repoblación a base de pequeños pobladores privados sometidos a nobles con jurisdicción con el fin de reafirmar la presencia militar.

Siglo XI:
Se produjo un notable avance en la Reconquista ante la fragmentación de la España islámica por la instauración de los Reinos de Taifas ocasionada por la desmembración del Califato de Córdoba (esta división hizo que en pe­ríodos críticos éstos recurrieran a la ayuda de musulmanes norteafricanos).

A medida que iban consolidándose en el norte los diversos núcleos político/territoriales cristianos cuajaba la idea de recuperar el solar ocupado por los agarenos. En el fondo subsistía la idea de un proyecto unitario, que se articulaba en torno al vocablo latino Hispania o al término romance España.
   
 Y esa idea estaba presente lo mismo en Castilla y León que en Aragón, Navarra o Cataluña. Alfonso el Sabio fue el primero en concebir una "Estoria de España" que dice ser "cerrada en deredor: dell un cabo de los montes Pirineos que llegan fasta el mar; de la otra parte del mar Océano de la otra del mar Tirreno".
Pero Alfonso X no está actuando como un centralista que pretendiera uniformarlo todo. Los lazos que existían entre los diversos reyes de la época medieval explican que funcionara esa idea de España.
Simultáneamente se mantenía la diversidad.

Así el cronista catalán Bernat Desclot podía decir en el siglo XIII que las gesta militar de las Navas de Tolosa había sido una empresa del rey de Castilla y "els altres reys d'Espanha".

Fernán Pérez de Guzmán afirmaba en el siglo XV, refiriéndose a Fernando I, el iniciador de la dinastía Trastámara en la Corona de Aragón, que "sus fijos e fijas desde rey de Aragón poseyeron todos los quatro reinos de España". Todo ello comprueba la confluencia entre unidad y diversidad.
  
 Este dualismo funcionaba incluso en el interior de cada uno de los grandes núcleos político-territoriales del mundo hispano/cristiano, la corona de Castilla y la Corona de Aragón: en la Corona de Castilla "ay diversas nasciones... ca los castellanos e los gallegos e los viscainos, diversas naciones son, e usan de diversos lenguajes" (Alonso de Cartagena, obispo de Burgos en el Concilio de Basilea, 1434). Establece el prelado un paralelismo entre nación e idioma.

 La tendencia a la unión imparable desde la baja Edad Media, dio un paso adelante con los RR.CC., pero la unidad dinástica no supuso la eliminación de las señas de identidad de los diversos integrantes del proyecto común. (VALDEON BARUQUE, Julio: Crónica de España, XLVII)

El Camino de Santiago, aunque de carácter religioso, se convirtió en vía de contacto, difusión cultural, ruta comercial y nexo con Occidente.
Se concluyó la ruptura de los condados catalanes con Francia (el Código de los Usatges definidor del carácter jurídico y so­cial del país). De la monarquía navarra surge la aragonesa. Se acentuó el retraso de los núcleos orientales respecto a los occidentales.

Se produjeron variaciones territoriales en los reinos occidentales como consecuencia del concepto patrimonial de la monarquía (uniones por matrimonios, repartos por herencias, etc). Se consolidó la separación del Reino de Portugal del Reino astur-­leonés. Conquista de Toledo y avance hasta el Tajo (aunque la lle­gada de los almorávides frenó momentáneamente el avance. Sistema de repoblación concejil (Ebro, Sistema Central) a tra­vés de repartimientos y fueros.

Formación de las lenguas romances, derivadas del la­tín, que surgen en la península a partir del siglo XI y que dieron origen a creaciones literarias de gran valor.

El románico hispano en los siglos XI y XII culminó su proceso con los monasterios y las iglesias de peregrina­ción. Se localizó en el Camino de Santiago y, condicionado por la reconquista, en la mitad norte peninsular.

Siglo XII:
Aragón ocupó el valle del Ebro y se produjo su unión definitiva con Cataluña (de carácter matrimonial).
Los reinos occidentales hostigaron a los reinos de Tai­fas que habían recibido ayuda de los almohades.  Aparecen las Cortes en Castilla con repre­sentación de ciudades y villas junto a nobles y alto clero.

Siglo XIII:
Triunfo militar en las Navas de Tolosa (representación de la unión de los núcleos cristianos) que supuso la apertura del valle del Gua­dalquivir al proceso de la Reconquista y la destrucción del ejér­cito almohade.

Castilla, con Fernando III, conquistó el valle del Guadalquivir con Fer­nando III. El gran avance reconquistador supuso un cambio en el sistema de repoblación y repartimiento de las tierras recién conquistadas (grandes extensiones se entregaron a los nobles y Ordenes Militares que habían tomado parte en la empresa militar) y que dio origen a la formación de los latifundios de la mitad sur peninsular.

Castilla no terminó su proceso de reconquista por la pervivencia del reino de Granada. Portugal, con Alfonso III, concluyó su reconquista ocupando el Algarve. La Corona de Aragón, también, terminó su Reconquista (conquista de Valencia y Baleares con Jaime I).

La expansión conquistadora de los siglos XI al XIII se correspondió con un desarrollo económico importante caracterizado por:

*.- Un aumento de la riqueza agraria por el aumento del área cultivada fruto del esfuerzo repoblador, algunas de ellas muy fértiles como las de Valencia y el Valle del Gua­dalquivir (viñedo y olivo) y por una notable mejora de los sistemas de cultivo.

*.- La ganadería fue adquiriendo en Castilla prioridad sobre la agricultura (en parte debido a su escasa densidad demográfica y a las especiales condiciones climáticas de una importante parte de la Meseta). Se fueron constituyendo las asociaciones de ganaderos y éstas en este momento, siglo XIII, se unificaron en el “Honrado Concejo de la Mesta” que contó con la protección sucesiva de los reyes castellanos (Alfonso X, 1273). La Mesta reunió a una mayoría de los grandes nobles, Ordenes Militares, clero y pequeños propietarios de ovejas. Estableció una Reglamentación de itinerarios muy favorable para el tránsito del ganado (cañadas) y de derechos y usos de tierras para pastos. Estos privilegios fueron confirmados posterior­mente por los RR.CC.

*.- Progresivamente fueron resurgiendo las ciudades, la burgue­sía y el comercio. Los artesanos, agrupados en Gremios, de­sarrollaron una producción que sirvió de base a los inter­cambios comerciales a escala regional en ferias y mercados. Un comercio de rutas más amplias se desarrolló, también a través de las relaciones mercantiles con los reinos de Tai­fas.

Se dio una notable expansión demográfica, paralela al avance reconquistador y al desarrollo económico de estos siglos y que se caracterizó por unas altas tasas de natalidad y por la signficativa incorpo­ración de habitantes por conquista.

Las Universidades, fundadas en los diversos reinos hispánicos en la misma época que las europeas, se con­virtieron en centros sintetizadores de la cultura medieval. El Gótico, de carácter urbano, se impuso a partir del siglo XIII y avanzó con la reconquista, levantándose, en las principales ciudades, monumentos religiosos y civiles (cate­drales, lonjas, palacios, edificios públicos, etc.). Su larga duración en el tiempo y su continuo contacto en la Península con el Islam explican la aparición de formas mixtas propias del gótico-mudejar.  

Siglos XIV y XV:
 Los siglos XIV y XV presentan, según las regiones y sus fuentes de riqueza, un panorama económico complejo y diversificado:

Señalan una profunda crisis de los Reinos peninsula­res, fenómeno que se ubica en la crisis general de la  Edad Media:

*.- Crisis demográfica producida por las epidemias y el desequilibrio entre población y recursos. Epidemias de peste negra (produciendo tasas de mortalidad eleva­dísimas), hambre en algunas regiones. Esta situación no se empezó a superarse hasta bien avanzado el siglo siguiente.

*.- Crisis agraria derivada de la demográfica y causadas también por la utilización de técnicas inadecuadas y excesivamente dependientes del medio natural. (menos intensa en la Corona de Aragón que en la Corona de Castilla). La agricultura se estancó, fueron frecuentes los años  de malas cosechas que ocasionaron graves problemas de abastecimiento. La ganadería, por el contrario, se desarrolló y aumentó la cabaña y se fortaleció la importancia de la Mesta.

*.- El comercio exterior castellano se apoyó en la exportación, desde los puertos cantábricos, de lanas ha­cia los países textiles del mar del Norte. Su expansión por el Mediterráneo supuso para la Corona de Aragón un notable desarrollo de su industria textil y naval.

*.- Se produjo un incremento de las reivindicaciones de la nobleza frente a la mo­narquía, fenómeno general del XIV y del XV, y pretendían traducir al plano político su ventajosa situación económica y social.

*.- En Castilla la nobleza intentó detentar el poder asegurando sus latifundios, las propiedades ena­jenadas a la Corona, los mayorazgos y señoríos y las concesiones económicas (especialmente de la Mesta).

*.- En la Corona de Aragón, especialmente en Cataluña, se dieron tres movimientos de carácter sub­versivo: remensas contra señores, gremios y arte­sanos contra patricios y nobles contra una monar­quía cada vez más fuerte y autoritaria.

*.- Los campesinos representaron un amplio y complejo grupo que abarcaba desde el siervo de la gleba al mediano propietario casi rico (aunque la situa­ción de cada uno de ellos variaría en función con la época y de su situación geográfica). La situación de los campesinos empeoró como consecuencia de las exigencias que sobre ellos plantearon la no­bleza (revueltas de campesinos en Cataluña, Mallorca, País Vasco, etc.).

*.- La sociedad hispánica presentaba una estructura piramidal propia de una sociedad estamental, semejante a la europea, aunque el feudalismo siempre estuvo matizado en la España medieval por la peculiaridad de la Reconquista y que mantuvo un poder real fuerte (con cierto carác­ter militar) que era compartido con las Cortes.

Las clases privilegiadas (nobleza y clero) por su poder econó­mico ocuparon la cúspide de la sociedad. La burguesía urbana -comerciantes y artesanos-, sin llegar a alcanzar la pujanza de otras zonas europeas, desempeñaron un pa­pel importante en los últimos siglos de la Edad Media peninsular.
Los monarcas se apoyaron en la burguesía como ele­mento amortiguador del choque entre monarquía y no­bleza; en Castilla -donde apenas existía - resultó ca­tastrófico (Guerra Civil), en la Corona de Aragón dio lugar a la expansión marítima y al establecimiento mer­cantilista.

Este período lo fue de intransigencia religiosa (antijudaísmo de mediados del siglo XIV) que tuvo enorme trascendencia por el problema de los conversos y porque supuso el rechazo de quienes poseían los recursos básicos de carácter económico y administrativo.

La Edad Media peninsular se caracterizó por la existencia de amplias minorías de origen diversos (judíos, mudéjares y comerciantes extranjeros). La convivencia entre grupos de diferentes religiones y culturas fue diversa a la lo largo del tiempo, con etapas de armonía y de res­peto mutuo y otras de tensiones y violencia.

Se cuestionó la organización de los Reinos peninsulares desde el ideal humanista reivindicador de la hispania romana y que se vio actualizado por la presencia de la dinastía Trastámara en Castilla y Ara­gón.

Terminada la Reconquista para la Corona de Aragón y para Portugal, estos reinos se orientaron hacia empresas exte­riores (expansión marítima por las costas atlánticoafricanas Portugal y expansión mediterránea la corona de Aragón).

Castilla intentó asegurar la posesión del Estrecho de Gibraltar con el fin de evitar el peligro de nuevas invasio­nes africanas. La paralización de su proceso conquistador se debió a sus luchas internas dinásticas y nobiliarias y por la naturaleza del terreno del reino de Granada que dificultaba su conquista.

Dichas reconquistas, vistas en su conjunto, aparecen como un fenómeno histórico complejo y lento (que dura ocho siglos) y a la vez irregular (con fases de rápido avance y otras de estanca­miento).
El auge cultural de Toledo y la proyección de su Escuela de traductores (centro de atracción e intercambio de ideas, estudios y lugar de convergencias de intelectuales de muy distinta proce­dencia).
     



[1]  La decadencia de Tiro hizo que los navegantes griegos intentaran sustituir a los fenicios en el comercio del Mediterráneo occidental. Desde finales del siglo VIII habían alcanzado las islas Baleares y desde allí pasaron a las costas mediterráneas de la Península (fundación de Rosas, Marsella, Ampurias, Denia, Málaga. La influencia cultural griega sobre las tribus indígenas autóctonas de Andalucía, Levante, Cataluña y curso del río Ebro (que reciben el apelativo genérico de cultura ibérica) fue importante. Estas tribus estaban dispersas y faltas de un sentido unitario.
[2]  HERNÁNDEZ SÁNCHEZ-BARBA, M. “España: Historia de una Nación”. Madrid (1995), 25-26.
[3]  HERNÁNDEZ SANCHEZ-BARBA, M. ob.cit. 33.
[4]  El gran elemento de unidad e integración del territorio de Hispania fue la lengua latina que hizo desaparecer la pluralidad lingüística prerromana. El latín hizo posible que los hispanos pudiesen entenderse todos entre sí y aunque las lenguas originarias se conservaron durante mucho tiempo, sobre todo en los medios rurales, en las ciudades predominó el latín y acabó por desplazar enteramente las lenguas primitivas. El latín fue la lengua hispanorromana y primera lengua común a muy diversos países. Fue además el instrumento apto para el derecho, las relaciones jurídicas, la liturgia católica, la filosofía, etc. La lengua latina superó el plurilingüismo tribal e hizo posible la comunicación de todos los hispanos.
[5]  En las ciudades se forjó la vertebración de Hispania en la cultura mediterránea y en ellas fue surgiendo una conciencia común que vinculaba las ideas de Roma e Hispania (la mentalidad hispanorromana que tradujo una forma de vida, un sistema de comunicación cultural y una afirmación de occidentalismo vinculado a una lengua común: el latín.
[6]  HERNÁNDEZ SANCHEZ-BARBA, M. o.c. 34-35.
[7]  Motivada por la escasez de esclavos, por el aumento de la presión fiscal y de los gastos militares, por la aceleración del proceso de concentración de la riqueza, por el debilitamiento del comercio, por la escasez de moneda, las devaluaciones sucesivas de ésta y por una creciente inflación, por la inseguridad de las invasiones y la progresiva ruralización, por la debilidad política de Roma, etc.
[8] Abderramán I se puede considerar como el verdadero organizador del régimen islámico en la Península:  le dio una estructura interna, su independencia política respecto al Islam extrapenínsular y su diferenciación frente a los demás Estados islámicos existentes.
[9]  No todos los mozárabes siguieron este camino, también un considerable número de ellos se islamizaron paulatinamente por las considerables ventajas que les suponía su conversión e incorporación a las estructuras de la sociedad musulmana.
[10] Fenómeno tradicional en estas zonas a lo largo de toda la historia Peninsular.
[11]  En los núcleos occidentales se repueblan las llanuras del valle del Duero, en los orientales se repuebla hasta el Río Llobregat.
[12] El mayor avance se produjo en los núcleos occidentales, en los orientales ni siquiera se había ocupado el calle del Ebro.